J. V. Aleixandre.
Los valencianistas más clásicos —un eufemismo bajo el que se suelen enmascarar los dígitos de la edad— están que reviven de gozo. Tienen motivo, porque acaba de subir el Mestalla. No es nada del otro mundo, ya que el salto ha sido a Segunda B, «una tercerola», como, la bautizó el mítico Paco Gandía. Pero, ascenso y Mestalla, son dos conceptos históricamente contrapuestos —casi como en la clásica versión unamuniana de los términos antagónicos. De manera que, entre los mestallistas de toda la vida, la palabra ascenso desata la furia contenida desde que, en 1952, el filial valencianista se ganó el derecho a militar a Primera División. Conquistada la proeza sobre el campo, tuvo que renunciar a ella por razones burocráticas: era un equipo filial y no se podía permitir ese lujo. Así que cada vez que el Mestalla asciende, sus fieles de toda la vida, como Antonio Ribes —al que adivino soltando alguna lágrima el pasado domingo— vibran de emoción. Es una especie de venganza histórica, por aquella frustrante degradación de hace casi 60 años.
Desde su nacimiento en 1944, el CD Mestalla ha tenido sus propios fervientes. Eran, obviamente, militantes xotos, pero se vanagloriaban de querer más al equipo pequeño que al mayor, igual que una madre se encariña con el último retoño sin dejar, por ello, de presumir de su primogénito ante las amistades. Ximo Aracil, el más eficaz funcionario que ha tenido el VCF, siempre lució en la solapa el clásico escudo del Mestalla. Su padre fue uno de sus fundadores, junto a Federico Blasco, el primer presidente del club, al que muchos años después tuve la suerte de tratar, cuando se ganaba las habichuelas como conserje del campo, que entonces había perdido la denominación clásica que, afortunadamente, luego recuperó.
El CD Mestalla fue una catapulta de excelentes jugadores que triunfaron en el primer equipo, pero sin duda, sus futbolistas más simbólicos desarrollaron toda su carrera en sus filas, como Bernardo Planes y Catalá-Benet, dos referentes eternos del sentimiento mestallista, junto a Juan Ramón, el veterano capitán valencianista que tras jubilarse del primer equipo, volvió al filial, donde estuvo hasta los 40 años, nada menos, y fue uno de los artífices de aquel emblemático ascenso a la máxima categoría.
El banquillo del filial también ha cobijado a una larga lista de entrenadores, a cual más sabio y pedagogo. Durante décadas, todos contaron con Cristobal Escudero, el eterno y eficaz ayudante, sin cuya presencia no se entiende la historia del filial. De entre todos ellos cabe destacar a Paco Real, el más prolífico en cuanto a producción de futbolistas para el primer equipo se refiere, forjador de una brillante generación que encabezó Miguel Tendillo y que, subió desde tercera división sin necesidad de pasar por segunda. Les sobraba clase. Unos años después también lo dirigió con éxito Oscar Rubén Valdez, un revolucionario que luego llegaría demasiado pronto al Valencia, como bien puede atestiguar Salvador Dasí, que fue quien le apadrinó.
En fin, mil batallas, desconocidas para esos parvenues que ahora, desde la impostura se suben al carro.
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